A veces siento esa herida profunda
que nace de un botón junto a la nuca,
justo detrás de mi oreja derecha.
Se reproduce en círculos concéntricos,
cada vez más lejanos,
y se extiende al trapecio y a las sienes,
dejando en uno nudos como puños,
en las otras dolor de frío de enero,
como si una cuchara rebuscara
por detrás de los ojos.
Me señala mi fisioterapeuta
que vigile la tensión que produce
apretar las mandíbulas de noche;
ignora
que es el momento en que llega la calma:
los recuerdos, el sexo, los sueños, las palabras.
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