A veces me pregunto
dónde irían a morir los elefantes
si vivieran en esta periferia.
Sus huesos de arenisca
apenas ya capaces de llevarlos,
de soportar un cuerpo de cuero y polvo y barro,
de pelo duro y heces,
diarrea de anciano con dieta rica en fibra,
más allá de las líneas de autopistas concéntricas,
de los predios sembrados de guijarros,
sin rastro de acacias que los amparasen,
sin más agua que la que se estancó
tras la última tormenta
en el fondo de las zanjas abandonadas,
matriz ya no de improbables cimientos.
Arrastrarían su cuerpo carente de azúcar,
y sus ojos como pozos cegados
por el glaucoma
buscarían en vano un rastro conocido,
la ruta recorrida un día por sus ancestros.
A dónde irían, qué sería de ellos
si no lograran encontrar la senda
y acabaran subiendo, uno detrás de otro,
las escaleras de hormigón inacabadas
de un esqueleto con vistas a la nada
convertido en columbario,
destinado a la ruina,
polvo en polvo en polvo.
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